Como yo lo siento

Esta mañana, mientras trabajaba desde la computadora pasando en limpio un nuevo proyecto, escuchaba la radio.

En la radio estaban haciendo una colecta y diversas personas llegaban al lugar y donaban sus cosas para contribuir a tal fin.

En un momento, apareció un nene de 4 años con su peluche, con el deseo de donarlo personalmente. En el programa se destacó la importancia que le damos a nuestras cosas. A los ojos de un observador externo, el peluche era simplemente un objeto, pero para ese niño, era su vida, su historia, y deseaba entregarlo a otro a pesar del valor que tenía para él.

Esto lo relaciono directamente con las casas que habitamos y las historias que contienen. A los ojos de un externo son simples paredes, puertas, ventanas, un techo.

Pero para quien la habita, contiene identidad y recuerdos que no son observables físicamente pero que proyectan en esa casa el valor cargado de una historia personal.

Como dice la letra de una canción de folclore Argentina llamada “Como yo lo siento”:

 “No venga a tasarme el campo, con ojos de forastero, porque no es como aparenta, sino como yo lo siento”.

Nos pasa cuando volvemos a la escuela de nuestra infancia y caminamos por sus pasillos, posiblemente nos emocionemos, nos veamos en un rincón intercambiando figuritas y nos invada la nostalgia.  

O las marcas de crecimiento en altura de alguien en el marco de una puerta nos haga sonreír, por el simple hecho de que también nos habitan esas historias y en ese momento no pensamos en el espesor de la madera o qué tipo de madera es, o si está bien terminada.

Construir y diseñar casas para otros es de alguna forma hacer una contribución a ese conjunto de recuerdos.

Implícitamente lo que hacemos para otros, hace que formemos parte. Desde aquel que coloca una placa hasta el que pinta una puerta, contribuye a la creación de un escenario propicio para los recuerdos.

Por lo tanto, no vivimos inherentemente separados, aunque a veces creamos esa ilusión. Me hace entender también, que nosotros, nuestras casas, todo, son procesos. Y lo son individuales y colectivos. Entonces me hago la pregunta, ¿de qué nos sirve la arquitectura si no es para contener estas experiencias y potenciarlas?

Los hogares son espacios en una continua evolución. Se transforman y se reinventan, según la necesidad de quienes lo viven. El arquitecto alemán Bruno Taut menciona en su libro “Una casa para habitar”: “es irrelevante el aspecto de la arquitectura sin gente, lo que importa es el aspecto de la gente en ella”.

Este proceso de diseñar para otros se entrelaza también con mi propio proceso personal. Uno de los últimos proyectos que realicé se relaciona con un refugio en el campo, lo cual me hizo recordar automáticamente mis vivencias visitando la casa de campo familiar cuando era chica. Uno de esos recuerdos evoca el aroma de las glicinas en la galería de acceso, y al usar este sentido del olfato en el diseño, cambia radicalmente como pensar un espacio de acceso, en un entorno natural. Ahora había una historia para contar, no sólo metros cuadrados. Y el sentido era otro.

En el libro “Atrapa el pez dorado” de David Lynch, él menciona en una parte “Habrá quien diga que no entiende la música; pero la mayoría de las personas experimentan la música de manera emocional y estarían de acuerdo en que la música es una abstracción. No necesitas expresar la música en palabras: la escuchas.”

 

Lo mismo sucede con la arquitectura. Es difícil contarla, pero todos la vivenciamos.

Cada proyecto se convierte entonces en una oportunidad para construir lugares que enriquezcan las vidas de quienes los habitan. Es el medio a través del cual podemos preservar y celebrar nuestra humanidad compartida, uniendo nuestras historias individuales en un tejido común.

Y esto es simplemente lo que me apasiona: acompañar a personas a crear sus escenografías de vida.

Julieta Banchio.

Lucas HierroComentario